Hace unos días recibí una llamada del colegio de mis hijos en la que me invitaban a participar en una charla en conmemoración del día del idioma. Hoy me mandaron unas preguntas –que no sé si hicieron los niños o los profesores– para que las prepare para el siguiente día, cuando lastimosamente tendré que responderlas con cierta vergüenza en el momento en que llegue la hora de decir que, de niña, contrario a los famosos escritores que se sumergían en las grandes bibliotecas de sus padres o de sus tutores o de su escuela o de una biblioteca pública, más
bien me conformaba con valerme de la imaginación de mis juegos infantiles y, entonces, era poco lo que leía.
Mientras los escritores famosos a edad precoz se leyeron El Quijote o las grandes obras de literatura universal intuyendo el gran tesoro que guardan los libros yo lo único que atinaba a leer era Condorito y Mafalda. Y mientras ellos, grandes maestros, podían ya esbozar la comprensión de Borges o encontrarle sentido a la poesía y regocijarse con las aventuras de Tom Sawyer a los cinco años, yo a los doce solamente podía identificarme con la enamoradiza Susanita que soñaba con romances, hijitos y matrimonios. Esa es única respuesta que podría darles a los estudiantes a la segunda pregunta (con qué personaje de qué libro me identificaba) que me envió Jeny por WhatsApp, porque los pocos libros que leí de niña, más bien impuestos por el colegio, me parecieron aburridísimos (Platero y yo, El Moro, la María).
La exploración de la biblioteca de la casa no pasó de la lectura de La enciclopedia de los niños y la contemplación de las fotografías de los libros de colección Fauna o de las revistas de la National Geographic o de mi libro favorito, el tomo siete de una enciclopedia que hablaba del futuro y predecía el año 2000 con naves espaciales, vestidos plateados, comunicación por televisión y carros voladores.
Me enamoré tarde de la lectura, ya de vieja adolescente, cuando mi primer novio “serio” me prestó unos libros de Stephen King y desde ese momento, no sé por qué, me dio por escoger a los novios por ser buenos lectores y por ende buenos consejeros de lecturas. Me gustó A… cuando lo vi en la biblioteca de la universidad sacando un libro que nada tenía que ver con el pénsum de su carrera (Las enseñanzas de Don Juan), me encantó que S… me prestara Shibumi y vi atractivo a quien es hoy mi esposo cuando portaba en su mano un libro de Isabel Allende, Paula.
Tal vez mañana deba confesarles a los niños que lamento no haber podido descubrir en mi infancia la magia del lenguaje, de nuestro idioma, de los libros, de las historias, de las novelas, de los testimonios, de la ficción, de la no ficción, de los relatos, de las ideas. Que lamento no haber encontrado en aquella época los libros correctos. Tal vez si en la biblioteca de mi casa hubiera existido El principito, tal vez si en el colegio nos hubieran puesto a leer los libros de Roald Dahl o a leer Alicia en el país de las maravillas me hubiera enamorado mucho antes de los libros. Pero en mi caso, ese amor llegó en combo junto con los hombres.
Entonces, para eludir aquellas preguntas de las que no tendrán una respuesta ideal, tal vez hablaré del idioma (pues de eso es que se trata el 23 de abril), una de las formas particulares de expresión de todo lo que abarca el lenguaje. Les diré que el idioma no solamente es una herramienta de comunicación, sino de expresión y de creación.
No sé si aquella creación comenzaría con la palabra, que hasta la biblia lo dice así, si lo observado poco a poco se va convirtiendo en lenguaje o viceversa, si al nombrar algo con palabras le estamos dando un valor, una realidad, vida a aquello que parecía en la penumbra.
Pienso en las enfermedades, que se pueden diagnosticar, tratar, agrupar, tabular, etcétera cuando se les asigna un nombre y por tanto ingresan a nuestra realidad: Síndrome de Asperger, Guillain Barré, Enfermedad de Caroli y al final nos podemos identificar con ellas y salir de nuestro padecimiento solitario. Tal vez por esa razón es que Piedad Bonet le puso a su obra Lo que no tiene nombre. ¿Quién podría volver real, aceptar y darle vida a la muerte de un hijo? La muerte de los padres nos vuelve huérfanos, la del cónyuge, viudos, pero la de un hijo no tiene nombre, es una realidad que no se quiere ver.
Cuando en nuestro campo de consciencia no estamos preparados para ver cierta realidad esta no puede hacer parte del lenguaje. Eso fue lo que le ocurrió a una de las muchas tribus africanas, que desconocían una escalera y, por eso mismo, no solo estaba ausente en su vocabulario, sino que tampoco estaban preparados para aceptarla en su realidad. Algún forastero puso una escalera recostada en el tronco de uno de sus árboles y así pasaron varios días antes de que ellos se percataran de su presencia. Por fin, uno de ellos la vio –la pudo ver– y concluyó que era parte del árbol, que estaba enfermo.
Aconteció también muchos años antes, cuando los conquistadores arrimaron a las costas peruanas. Los incas fueron incapaces de ver en el horizonte las velas que se acercaban cada vez más. En su mente, en su realidad, los barcos no existían, mucho menos tenían nombre y fueron incapaces de reconocerlos hasta que la los tuvieron en sus narices. Haciendo un paréntesis, me pregunté porqué habían llegado los barcos por el océano pacífico al Perú, si desde España se llegaba y solo se podía llegar a América por el océano atlántico. Me asombré cuando supe que los españoles atravesaron el futuro canal de Panamá a pie, entre densas y húmedas selvas con los barcos desarmados al hombro, al hombro de los indios y los esclavos.
Volviendo al tema, podemos concluir que nuestra realidad le va dando forma al idioma, a las palabras, pero también y más importante, el idioma moldea nuestra realidad. Hace poco hablé con mi amiga Wayra, una indígena quechua, quien me contaba que en su lengua no existen ciertas palabras muy cotidianas para nosotros. Por ejemplo, en su diccionario no está la palabra “difícil”, mucho menos la palabra “imposible”. Cuando le pregunté entonces cómo se expresaban con respecto a las dificultades me respondió que dicen que “les va a tomar más tiempo”. Tampoco existe en quechua la palabra “violación” y cuando le pregunto entonces cómo la nombran me responde que en la comunidad de los quechuas no hay violaciones.
Nuestro lenguaje crea la realidad, nuestra realidad, y si lo usamos de forma consciente podemos crear experiencias más amables y satisfactorias. Por ejemplo, si dejamos de usar la palabra «problema» y la cambiamos por «oportunidad», si cambiamos la palabra «equivocación» o «fracaso» por la palabra «aprendizaje», si cambiamos las palabras “me toca” por “quiero” tal vez nuestras vivencias sean diferentes.
Cada lengua encierra una cultura, pero también una forma de ver las cosas. Las palabras identifican objetos, ideas, pero también expresan puntos de vista. Me gusta ver un video de Youtube de una chica vasca que dice que el euskera es el idioma más bonito de la tierra. Uno le da la razón cuando explica el significado de algunas de sus palabras: el enamorado (maitemindua) es un herido por amor, la bruja (sorginak) es una creadora, la luna (ilargia) es la luz de los muertos, nada es gratis (muxutruk) sino a cambio de un beso, el desierto (basamortu) es un bosque muerto, un bombero (suhiltzaile) es el asesino del fuego y el horizonte (ortzimuga) es el límite del cielo. También nosotros podemos elegir nuestras propias definiciones como una manera de contemplación, entonces tal vez llorar no sea un lamento, sino un lavado del alma, trabajar no sea una actividad para ganarse el sustento sino una forma de expresión, de diversión o de servicio, orar no sea un ruego sino un recogimiento y abrazar no sea envolver con los brazos sino conectar dos corazones.
No solo las palabras, sino ellas como conformación del lenguaje forman un conjunto de creencias, de formas de ver la vida y lidiar con ella, como cuando los arrieros encapsularon los consejos con dichos graciosos y sabios que atenuaron aquel arduo trajín y ayudaron a soportar los días adversos. Y hoy no solo se repiten en las situaciones más comunes, sino que los tenemos incrustados en nuestra idiosincrasia: a buen sueño no hay mala cama, a buen hambre no hay pan duro, a camino largo paso corto, a juventud ociosa vejez trabajosa, a lo hecho pecho, etc.
Y así el idioma les da a los vascos el derecho a ser poetas, a los quechuas el derecho a despreciar lo inútil, a los colombianos el legado del consuelo y la sabiduría y a todos nosotros los homínidos, especie única y privilegiada por tener el lenguaje como herramienta de expresión, el derecho a crear nuestra realidad.
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