EL AMOR Y LAS LETRAS

Mientras aprendía a escribir y cuando apenas conocía unas pocas letras del alfabeto, me lancé a hacer mi primera carta de amor.

Se llamaba Germán y tenía las cejas gruesas como dos rayones espesos de crayón negro. Me gustaba su sonrisa, dulce e inocente. Sin palabras para definir el amor y sin saber lo que era, lo más lindo del “Kinder Pebles” era él. El simple hecho de estar en el mismo salón de clase me convertía en una de aquellas niñas a las que les encantaba ir al colegio.

Me faltaba aprender las letras difíciles. Por ejemplo, la “Q”, que al unirse con la “u” se vuelve insonora, y la “Z”, que suena igual que la “S”, pero que no siempre se utiliza. Ya había pasado la “m” de mamá, la “p” de papá, y otras más complicadas como la “b” o la “d”, que entre ellas se amangualan para confundir a los niños hasta que se acostumbran a saber a qué lado va su barriga.

El conocimiento adquirido hasta ese momento era suficiente para escribir, con mi primer lápiz, y a trazos frágiles, inseguros y desiguales: “Dame un beso”.

Sin ningún prejuicio y más bien con emoción, mirándolo a los ojos y con la expresión picaresca de una niña que hace una travesura, en medio de la clase le entregué aquel papel arrugado a Germán. Me senté en el pupitre para continuar con las planas, pero no podía concentrarme realmente en ellas. Toda mi atención se centraba en ese niño: me urgía ver cómo desenvolvía mi primera carta de amor.

Germán abrió el papel. Su rostro se iluminó con aquella sonrisa de dientes de leche que tanto me gustaba. Entonces me regaló una tierna mirada y lo volvió a arrugar. Aliviada y a la vez satisfecha, traté forzadamente de atender las explicaciones de mi profesora. Pero recibí una gran sorpresa: sin que yo hubiera buscado alguna respuesta, Germán se paró de su silla y me dio un beso en la mejilla. Así son los niños, dan sin esperar recibir. 

Mi primer beso de amor. El más lindo e inocente. Un beso blando y suave, tibio como el agua de panela con leche que me daba mi abuela cuando me dejaban a dormir en su casa. No le conté a nadie aquello tan lindo que no se puede explicar. Más bien lo escondí en mi almohada y luego lo guardé en mis sueños. Y en las mañanas lo incorporaba a mi sonrisa cada vez que, ilusionada, me uniformaba con aquella bata de cuadros azules con blanco para ir al jardín infantil.

Yo no jugaba con Germán. Los niños jugaban con los niños, y las niñas con las niñas. Pero entre juegos lejanos y canciones infantiles nos lanzábamos miradas cómplices.

Un niño cree esconderse tapándose los ojos, y también piensa que sus secretos son invisibles para los demás. Eso creía yo, pero todos se daban cuenta, hasta la profesora. El beso había sido algo breve, pero su estela había quedado impregnada en las paredes del jardín.

Un día la profesora me dijo que debía ir a la oficina de Ester, la dueña y directora del Kinder. Con toda naturalidad y sin ningún temor ascendí al segundo piso del jardín, donde solamente subían los adultos. Allí se encontraban Ester, con su labial rojo escandaloso sentada en su imponente escritorio de madera; mi mamá, a quien con sorpresa y alegría saludé, y otra señora de cejas fruncidas y falda estrecha. Sobre su escritorio se encontraba un papel cuadriculado y arrugado, igual al que aquel día inolvidable le entregué a Germán. Ester lo extendió, e inquisitivamente me preguntó si yo lo había escrito. Con la ingenuidad que podría caracterizarme a los cinco años, imaginé una gran felicitación pública. ¡Qué gran hazaña haber hecho una magnífica carta con tan pocas letras conocidas! De manera orgullosa respondí que sí. Pero en lugar del reconocimiento esperado, llegaron grandes discusiones adultas que no comprendí. 

Las cejas de la mujer extraña se fruncían mucho más, las voces se levantaban y en el ambiente volaban palabras ininteligibles para mí…Evocando los recuerdos una a una se revelan aquellas palabras que con cuidado guardé esperando el momento en que pudieran ser entendidas: coqueta, corromper, aprovecharse…

Y sin entender por qué, más bien invadida de aquel tenso ambiente, mi orgullo se fue apocando, el escritorio de madera se hizo más grande, Ester y la señora también se agrandaron. Mi madre se hizo invisible, como si yo estuviera perdida en un bosque y ella no me pudiera rescatar. Y así mis cándidas mejillas se calentaron de repente, y conocieron el rubor, marca delatora de quienes sienten vergüenza.  

Carolina Rodríguez Amaya

@carolinarodriguezamaya

Cuando el 2020 sea un recuerdo

En unos años, me gustaría recordar esta extraña época como hoy lo hago con los tiempos del racionamiento energético. En los años 80´s María, la empleada, después de recoger los platos de la comida prendía la vela, segundos antes de que quitaran la electricidad, a las siete de la noche. La luz de una vela en la oscuridad barniza de magia las palabras que a su alrededor pronuncian y propone una comunión entre quienes la rodean. María, ya en la penumbra, procedía a relatarnos diversas historias, que variaban según su estado de ánimo. Cuando eran alentadoras, queríamos que nunca llegara la luz. Pero otras veces nos instruía sobre las maldades de “la llorona” o “la patasola”, mujeres que sin ningún pudor solían martirizar a la gente de las zonas rurales, tal vez por ser oscuras, como en la vereda de Garagoa donde ella creció. Era cuando comenzábamos a rezar para que se prendieran rápido los bombillos. Otras noches, mi papá tomaba su guitarra y nos cantaba algún bambuco, o entonaba “el marrano gordo” mientras, nosotros tres lo acompañábamos con timidez. Años después, cuando yo ya estaba en la universidad, se repitió ese tipo de ahorro de energía, que usábamos como justa disculpa para hacer posponer las entregas de los trabajos o para hacer desorden en las horas de estudio. Fue cuando se adelantó la hora oficial del país, para ahorrar energía, y entonces teníamos que madrugar cuando “todavía era de noche”, casi ganándole a los pajaritos. No nos pudimos acostumbrar a dicho leve cambio, tan común en países con estaciones, y para cada cita no parábamos de preguntar si era la hora de antes, o “la hora Gaviria”.

Cuando comenzó esta cuarentena, recordando aquellos tiempos, me prometí vivirla de forma constructiva, de manera que fuera memorable, como en las épocas en que nos quitaban la luz. Sin embargo, no ha sido tan fácil. Los primeros días de marzo me alegré por no tener que salir, por no tener que maquillarme, por no tener que sumergirme en el esmog ni en el desesperante tráfico citadino para hacer vueltas que quién sabe por qué razón hoy ya no son necesarias. Me adapté a hacer todo lo que fuera posible a través de la virtualidad: mi clase de yoga, la de piano, hacer ejercicio con las amigas del colegio y hasta uno que otro brindis.

Se volvió normal no tener privacidad y ser siempre escuchada por los cohabitantes de mi casa y, también, escuchar lo que no me compete (incluyendo las maravillosas divagaciones del profesor de español de mi hija, así fuera arrebatándole uno de sus audífonos). Me impuse la libertad de andar sin brasier (otras veces la de andar en brasier) mientras ordenaba la casa, sacaba la ropa que no uso, las ollas peladas o limpiaba hasta el más recóndito cajón al que ningún hombre puede llegar, por más meticuloso que sea. Me lancé al estrellato de la cocina y quedé experta en platos típicos como el ajiaco o los fríjoles y en platos internacionales, como la paella y los curris. Ordené y limpié hasta que las obsesiones inútiles dejaron de cobrar sentido, se incrementaron los domicilios y hoy, cuatro meses después del confinamiento, solo hago lo estrictamente necesario, excepto barrer.

No sé qué relación inconsciente tengo con la escoba… si tendrá que ver con mis ancestras, tal vez muy hacendosas, con las brujas, o con ambas. Cuando la agarro, entro en un estado meditativo, tal vez mágico. Mientras arrumo el polvo, voy barriendo también mis pensamientos: los innecesarios, los sesgados, los inconvenientes, los prejuiciosos y los obsoletos. Sobre todo, los de otros, esos que vamos acogiendo como propios con un ímpetu irreflexivo. En dichas cavilaciones, me pareció muy extraño que el virus saliera de un murciélago, que solo afectara a una ciudad específica en China, pero sí en todo el resto del mundo, que en Italia arrasara con sus habitantes de forma despiadada mientras que, en Grecia, a pocos kilómetros, no hubiera casi afectados, que el mundo se hubiera detenido de forma tan drástica o que se hablara premonitoriamente y con arrogante seguridad de algo tan nuevo. Bueno, siempre hay una primera vez para todo.

Entonces, el huracán de pensamientos arremolinados bajo la escoba me llevó a buscar otros puntos de vista diferentes a los del conteo de muertos e infectados que vemos en los pobres noticieros nacionales. Me sumergí en el laberinto de las teorías conspirativas que, por supuesto, generaron muchos más cuestionamientos. Encontré una gran diversidad de hipótesis: desde expertos en conspiraciones que niegan la existencia del virus o culpan a los “reptilianos” de soltarlo para controlar la humanidad, hasta testimonios de trabajadores del sector de la salud, españoles, alemanes o americanos, que afirman que los han presionado para cambiar las cifras, médicos alternativos que aseguran que ya existe solución, no solo para combatir el virus sino para evitarlo o rebeldes que aseguran que todo es un plan para cambiar el sistema económico mundial, para hacer el gran negocio de vacunar a la población terráquea o para implementar las nuevas tecnologías de control masivo.

Consumí artículos y videos de los grandes peligros de la tecnología cinco G, de las manipulaciones del “maléfico” doctor F que quién sabe por qué estuvo en Wuhan poco antes de que saliera a debutar el virus, de las acusaciones a la pobre doctora J que estuvo encarcelada por falsas acusaciones por tratar de revelar los planes del científico F, del millonario negocio de las vacunas hechas con tejidos de feto y quién sabe qué más porquerías, que además deja a muchos niños autistas, del nanochip que nos van a insertar dentro de la futura vacuna, que por cierto nos quiere volver infértiles porque somos muchos, del filántropo y multimillonario B, posible creador de los virus informáticos que ahora es experto en virus biológicos y de doctores que se revelan contra el adoctrinamiento educativo en las escuelas de medicina, patrocinado por las farmacéuticas. La mayoría de estas acusaciones carecen de pruebas, otras, se pueden verificar en la web.

Lástima que se entremezcle la cruda verdad con la difamación, que se confundan las falsas noticias con los vetos o el rechazo a quienes piensan diferente. Y también lástima que a todos estos protagonistas de descubrimientos, cuestionamientos, sospechas o acusaciones los metan dentro del mismo saco etiquetado como “conspiración”, pues hay mucha información valiosa y rescatable, por lo menos considerable, mientras que la oficial tiene una que otra carencia, por no decir falencia. En otras palabras, nada es blanco o negro. La humanidad es bondadosa –conozco muchos corazones bienintencionados–, pero también –la historia lo demuestra– es egoísta.

Finalmente, me di cuenta de la inutilidad de dicho tipo de información alternativa y renuncié a ella, en parte por saturación y en parte para evitar el consumo innecesario de mi energía vital en preocupaciones cuestionables, o por lo menos sin solución. ¿Qué importa si el virus fue creado por el hombre en un laboratorio o si fue una de las gracias de la sabia naturaleza? Decidí que mejor sería seguir barriendo mi casa, poniéndome el tapa-sonrisas cuando tengo que salir, acumulando los abrazos para momentos más apropiados. Me rendí, me declaré ignorante de los verdaderos hilos que mueven el capitalismo, los sistemas salud pública, la información oficial, es decir, renuncié a saber cómo y quiénes son los que nos gobiernan a nosotros: la masa. Sin embargo, agradezco haber ampliado mi punto de vista, punto entre muchos otros, dispuesta a no tragar sin masticar toda la información que de forma tan generosa se nos ofrece a borbotones.     

El tiempo que usaba en YouTube escarbando sobre aquel filántropo que por alguna razón (cada cual con sus teorías) le dio por vacunar a la gente en India y en África, lo intensifiqué fabricando en casa los recuerdos que, en algún tiempo que espero no sea muy lejano, me harán sonreír.

Nosotros los del montón

No sé si cuando niña quería ser cantante por la felicidad que me producía la música o por la precoz y a la vez inútil necesidad de ser famosa. Con los años me di cuenta de que dicho sueño distaba mucho del empeño que le había puesto y que, por lo tanto, mi afinación solo daba para aportar al coro una de las tantas voces de las niñas del colegio. Allí comenzó la historia de la inevitabilidad de pertenecer al montón. Creo que nací para pertenecer a tan habitado y masivo grupo, empezando por mi nombre: montones de Marías, como nos quisieron llamar para que evocáramos la pureza de la tan admirada madre de Jesús, miles de Carolinas, producto del sueño de nuestras madres de tener algo que ver con los elegantes nombres de la realeza europea (Carolina de Mónaco, Leydi Di), y para completar el Rodríguez, el apellido más común en Latinoamérica. Me hubiera gustado llamarme Paloma, Cielo, Marisol o Estrella, para que por lo menos el nombre me sacara de las densidades de la tierra.

Nunca me hice notar, creo que ni traté. En la clase de educación física pude dar el bote y hasta pararme de cabeza, como casi todas las demás niñas, pero nunca hacer la medialuna ni mucho menos las piruetas más avanzadas que hacía Olga Lucía. Era buena en matemáticas, pero nunca la mejor y en las artes hice los mismos dibujos que hacen la mayoría de las niñas de mi edad. Y una de mis pocas gracias, que era tocar piano, fue desconocida, porque a nadie le importaba, o eso creía yo, y entonces ni me arrimé por el único piano que andaba como un mueble olvidado en el teatro del colegio. Ni tan fea como para que me la montaran, ni tan bonita como para generar fervores, ni tan obediente como para que las monjas me adoptaran de candidata a acompañarlas en sus devociones ni tan rebelde como para que me tuvieran entre ojos; para los profesores fui una niña más. La época ayudó a que ellos no se preocuparan por identificar mis talentos, ni mucho menos por motivarme si por casualidad se evidenciaba alguno. Sigue leyendo «Nosotros los del montón»

La vieja y el mar

A propósito del triste episodio del colombiano que murió ahogado en Bali, recuerdo cuando, hace unos años, me fui a Palomino, un pequeño resguardo indígena ubicado entre Santa Marta y Riohacha, a un retiro de yoga. Aunque iba con toda la intención de estar en silencio y en un estado introspectivo, me encontré con una parranda de viejas que ni sabían yoga, ni tenían la intención de quedarse calladas. Después de hacer yoga en la playa, unas de ellas salieron a broncearse, a tomarse fotos en bikini y a seguir hablando como si al siguiente día les fueran a cortar la lengua. Otras, se quedaron en las hamacas y Valeria, la profe, una mujer de cuerpo tonificado, piel bronceada y con un aire de haber vivido toda su vida junto al mar, tomó su tabla y se lanzó a surfear las olas envalentonadas. Yo decidí disfrutar el mar, a pesar de que sobre la arena había un palo enclenque con un trapo rojo que pretendía ser una bandera. Con dicha precaución, solo me atreví a quedarme en la orilla.

Pero, sin saber cómo, poco a poco, el mar me fue llevando, halando cada vez más hacia sus aguas, insistiendo en acogerme sin mi permiso. Unas olas insistentes me comenzaron a chupar. Cuando me di cuenta ya no estaba en la orilla. No sé a qué horas me encontré tan lejos, tal vez a unos 20 metros de la playa. Sigue leyendo «La vieja y el mar»

¡Ay! las ventas…

Me pregunto si el arte de vender es un talento nato, una habilidad adquirida o una labor de monitoreo continuo de la propia estima. Admiro a aquellos insistentes vendedores de productos difíciles, como las aspiradoras o los seguros de vida, que nunca se dan por vencidos a pesar de la cantidad de negaciones que deben de recibir a borbotones. Me pregunto qué hacen con tanto rechazo y si tantos “no” afectarán su amor propio. Los compadezco cuando pienso que su sustento depende de ello, y también su trabajo cuando tienen que cumplir las aterradoras metas de ventas que, además, cuando por fin las cumplen, las suben, pues injustamente suponen que debieron de estar muy bajas.

A lo largo de mi vida he vendido ciertos productos, unos muy exitosos y otros no tanto. Pero de todos he aprendido. Recuerdo, de pequeña, la primera vez que vendí. Eran unas laminitas para tatuarse en la piel, de Mazinger, un robot ochentero que robaba audiencia en los recién salidos televisores a color. Mi hermano me las vendía “a peso” después de que se las regalaba un compañero cuyo padre trabajaba en la empresa del jabón Rexona, que saldría pronto como promoción con dichas láminas de regalo. Yo las vendía a 10 pesos. Cuando mi hermano se enteró de mi fortuna me tildó de estafadora, poco antes de que los jabones con la promoción salieran al comercio y mis compañeras también me llamaran de la misma forma. El negocio se acabó por punta y punta.

Luego siguió el tráfico ilegal de bombombunes, supercocos y hasta sánduches durante toda la época del colegio, hasta que me gradué o, casi al mismo tiempo, hasta que me hicieron un reclamo por un pelo que salió en una lechuga y no sé si aquella indelicadeza me desprestigió o no me atreví a vender más productos sin los procedimientos higiénicos que hoy recomienda el Invima.

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El idioma y la «realidad»

Hace unos días recibí una llamada del colegio de mis hijos en la que me invitaban a participar en una charla en conmemoración del día del idioma. Hoy me mandaron unas preguntas –que no sé si hicieron los niños o los profesores– para que las prepare para el siguiente día, cuando lastimosamente tendré que responderlas con cierta vergüenza en el momento en que llegue la hora de decir que, de niña, contrario a los famosos escritores que se sumergían en las grandes bibliotecas de sus padres o de sus tutores o de su escuela o de una biblioteca pública, más
bien me conformaba con valerme de la imaginación de mis juegos infantiles y, entonces, era poco lo que leía.

Mientras los escritores famosos a edad precoz se leyeron El Quijote o las grandes obras de literatura universal intuyendo el gran tesoro que guardan los libros yo lo único que atinaba a leer era Condorito y Mafalda. Y mientras ellos, grandes maestros, podían ya esbozar la comprensión de Borges o encontrarle sentido a la poesía y regocijarse con las aventuras de Tom Sawyer a los cinco años, yo a los doce solamente podía identificarme con la enamoradiza Susanita que soñaba con romances, hijitos y matrimonios. Esa es única respuesta que podría darles a los estudiantes a la segunda pregunta (con qué personaje de qué libro me identificaba) que me envió Jeny por WhatsApp, porque los pocos libros que leí de niña, más bien impuestos por el colegio, me parecieron aburridísimos (Platero y yo, El Moro, la María).

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Nadar contra corriente

Hace unos días, poco después de que los estudiantes protestaran por el corto presupuesto de las universidades públicas, me uní a otra marcha, muy diferente, pero con el mismo trasfondo: el mal manejo de los recursos públicos. Al final, en lugar de evitar los desfalcos y los despilfarros o recuperar lo robado, lo único que se le ocurre al gobierno es exprimir con sevicia a los que nos encontramos “dentro del sistema”, jugando limpio.

Me junté con los empresarios e industriales de una de las zonas que se verán afectadas por el injusto impuesto de valorización (ya cobraron uno anterior, para obras que no se han hecho), que dizque se va a destinar para hacer unas obras no prioritarias de las que, seguramente, nuestros onorables (sí, sin hache, así de indecente es la palabra) concejales ya tienen amañados los contratos.

A las seis de la mañana llegué a una de las muchas calles parcas y sin gracia de ese sector, en donde de día deambulan los indigentes, al medio día toman el sol o la llovizna los empleados de salario mínimo que juegan fútbol en la cuadra antes de tomar el almuerzo que empacan en las madrugadas en su lonchera, y por la noche pasean las ratas, a ver qué dejaron los dos primeros (así de “valorizado” es el sector).

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¡No señor, yo quiero un tinto!

Después de una hora de congestión vehicular, propia de un diciembre en Bogotá, llego a La Macarena, exactamente a la cuadra que a paso lento ha sido gentrificada con restaurantes mexicanos, peruanos, franceses. Me han citado en uno italiano. Comparto con mis compañeros de yoga una linda noche de cuentos y anécdotas mientras disfruto de mi lasaña vegetariana (me privé de la pasta marinera por culpa de un examen de sangre que se me ocurrió leer antes de tiempo, es decir, antes de la comida, y que me restriega en la cara mi alto nivel de colesterol). Sigue leyendo «¡No señor, yo quiero un tinto!»

Borges y la higiene

Este fin de semana Mancho, mi hermano, me recordó el famoso poema erróneamente atribuido a Borges, “Instantes”, que consta de estrofas llenas de arrepentimientos que se traducen en consejos y aprendizajes. La conversación, poco seria y muy graciosa, giró en torno a una de sus frases: “sería menos higiénico”, idea que él inmediatamente tomó como bandera para justificar el no haber mencionado a su esposa que la arepa boyacense que le había llevado la mesera en sus manos desnudas había sido previamente contaminada con los billetes que recibió minutos antes. Sigue leyendo «Borges y la higiene»

El arte de mirar

Hace pocos días estuve en Nabusímake, ciudad indígena habitada por los Arhuacos y capital de la Sierra Nevada de Santa Marta. Es un lugar que actualmente se encuentra restringido para los visitantes (somos pocos a los que nos llegó una suerte repentina y pudimos llegar sin problema). Por eso, después de cuatro horas de carretera maltrecha desde Valledupar, nos vimos obligados a pasar por el control de ingreso en la entrada del resguardo. Sigue leyendo «El arte de mirar»

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