Hace unos pocos meses, en vacaciones, me encontraba alistando a mis dos hijos para que viajaran con mi suegra a los Estados Unidos. Serían mis quince días de vacaciones para descansar de ser mamá. Podría ir a cine a la hora que se me diera la gana, escribir sin interrupciones, dejar de subyugar mis intereses y prioridades a las de ellos, dejar de preocuparme por verlos hipnotizados ante un televisor y sentirme culpable por eso o, por el contrario, dejar de tratar de ser buena madre y jugar con desgano. Ni siquiera tendría que buscarles planes costosos para alejarlos del tedio prematuro del que algunos adultos sufren cuando huyen de sí mismos o no les gusta leer.