Me pregunto si el arte de vender es un talento nato, una habilidad adquirida o una labor de monitoreo continuo de la propia estima. Admiro a aquellos insistentes vendedores de productos difíciles, como las aspiradoras o los seguros de vida, que nunca se dan por vencidos a pesar de la cantidad de negaciones que deben de recibir a borbotones. Me pregunto qué hacen con tanto rechazo y si tantos “no” afectarán su amor propio. Los compadezco cuando pienso que su sustento depende de ello, y también su trabajo cuando tienen que cumplir las aterradoras metas de ventas que, además, cuando por fin las cumplen, las suben, pues injustamente suponen que debieron de estar muy bajas.
A lo largo de mi vida he vendido ciertos productos, unos muy exitosos y otros no tanto. Pero de todos he aprendido. Recuerdo, de pequeña, la primera vez que vendí. Eran unas laminitas para tatuarse en la piel, de Mazinger, un robot ochentero que robaba audiencia en los recién salidos televisores a color. Mi hermano me las vendía “a peso” después de que se las regalaba un compañero cuyo padre trabajaba en la empresa del jabón Rexona, que saldría pronto como promoción con dichas láminas de regalo. Yo las vendía a 10 pesos. Cuando mi hermano se enteró de mi fortuna me tildó de estafadora, poco antes de que los jabones con la promoción salieran al comercio y mis compañeras también me llamaran de la misma forma. El negocio se acabó por punta y punta.
Luego siguió el tráfico ilegal de bombombunes, supercocos y hasta sánduches durante toda la época del colegio, hasta que me gradué o, casi al mismo tiempo, hasta que me hicieron un reclamo por un pelo que salió en una lechuga y no sé si aquella indelicadeza me desprestigió o no me atreví a vender más productos sin los procedimientos higiénicos que hoy recomienda el Invima.