No sé si cuando niña quería ser cantante por la felicidad que me producía la música o por la precoz y a la vez inútil necesidad de ser famosa. Con los años me di cuenta de que dicho sueño distaba mucho del empeño que le había puesto y que, por lo tanto, mi afinación solo daba para aportar al coro una de las tantas voces de las niñas del colegio. Allí comenzó la historia de la inevitabilidad de pertenecer al montón. Creo que nací para pertenecer a tan habitado y masivo grupo, empezando por mi nombre: montones de Marías, como nos quisieron llamar para que evocáramos la pureza de la tan admirada madre de Jesús, miles de Carolinas, producto del sueño de nuestras madres de tener algo que ver con los elegantes nombres de la realeza europea (Carolina de Mónaco, Leydi Di), y para completar el Rodríguez, el apellido más común en Latinoamérica. Me hubiera gustado llamarme Paloma, Cielo, Marisol o Estrella, para que por lo menos el nombre me sacara de las densidades de la tierra.
Nunca me hice notar, creo que ni traté. En la clase de educación física pude dar el bote y hasta pararme de cabeza, como casi todas las demás niñas, pero nunca hacer la medialuna ni mucho menos las piruetas más avanzadas que hacía Olga Lucía. Era buena en matemáticas, pero nunca la mejor y en las artes hice los mismos dibujos que hacen la mayoría de las niñas de mi edad. Y una de mis pocas gracias, que era tocar piano, fue desconocida, porque a nadie le importaba, o eso creía yo, y entonces ni me arrimé por el único piano que andaba como un mueble olvidado en el teatro del colegio. Ni tan fea como para que me la montaran, ni tan bonita como para generar fervores, ni tan obediente como para que las monjas me adoptaran de candidata a acompañarlas en sus devociones ni tan rebelde como para que me tuvieran entre ojos; para los profesores fui una niña más. La época ayudó a que ellos no se preocuparan por identificar mis talentos, ni mucho menos por motivarme si por casualidad se evidenciaba alguno. Sigue leyendo «Nosotros los del montón»