Una pregunta sencilla

Hace años, en un taller de escritura, Alberto, el profesor, nos hizo una pregunta que, por parecer obvia, nunca me había hecho. Pero, cuando traté de contestarla, resultó más difícil de lo que parecía.

La única forma que encontré para responderla fue en un papel.

¿Por qué escribo?

Para encontrarme con aquella mujer serena y solitaria que habita en el lugar callado y tranquilo de la intimidad, que solo habla cuando debe, cuando quiere, cuando le nace. La visito para que rompa su silencio misterioso. Escribo para implorarle que me diga lo que sabe. Lo que ese día, ese instante, por capricho suyo, quiera decir.

No siempre me atiende ella, tiene guardianas expertas en disfrazarse, que engatusan a cualquiera con su palabrería. Entonces, resignada, termino anotando sus quejas o sus observaciones superficiales. Unas veces insisto y, con paciencia y mucha cautela, logro acceder a la Gran Sabia. Otras cuantas, desisto y me conformo con las migajas inútiles de quienes me impidieron la entrada.

Escribo porque ¿cómo más se puede llevar una conversación íntima y ordenada con uno mismo?

Escribo confiando en que el papel sea el confidente fiel, incapaz de limitarme en mis confesiones, que me incite a la generosidad para que yo no guarde reserva alguna, aunque sin tener que explicar o justificar en exceso. Y que la tinta, así como suele hacerlo en las firmas de los contratos, atestigüe que las letras de que quien escribe en la intimidad son la única garantía de que se hable con la verdad, pues quien miente en el papel no solo se miente a sí mismo, sino que profana el alma de los poetas.

Escribo para extraer, a las buenas o a las malas, mis demonios, mis sombras, mientras exploro escondites en donde se pudieran resguardar. Entonces los obligo a reducirse al mundo de las dos dimensiones, el ancho y el largo que los encierra y los condena en una hoja. Escribo también esperando el proceso inverso: que al plasmar en el mundo plano mis sueños, mis memorias, mis deseos o mis creaciones, cobren vida.

No se sabe si se escribe para recordar o para olvidar, para convencer o para convencerse, para alegrarse o para desahogarse. Pero, definitivamente, para sanar. Para ser un simple observador de uno mismo, mientras que la mano compulsiva anota sus propias conclusiones.

Escribo para encontrar la magia de todo aquello que se nombra como cotidiano, para poner un paréntesis al andar incesante de la vida y entonces tomarla por sorpresa, confrontarla, interrogarla y finalmente descubrir que no existe otra opción diferente a rendirnos a ella.

Carolina Rodríguez Amaya

@carolinarodriguezamaya

Crea un blog o un sitio web gratuitos con WordPress.com.

Subir ↑