Tu ruana desteñida, tus pantalones de dril barato y tu sombrero de ala corta no eran afines con la ciudad agitada de edificios altos y vehículos modernos, en donde yo me encontraba caminando un domingo soleado junto a mi familia. Te vi, sin indiferencia y ya con detenimiento, cuando, con un aire de ingenuidad, nos preguntaste dónde podías tomar un bus hacia tu vereda. Uy, está muy lejos, varias manzanas más abajo, te respondí. Tu acento me recordaba al campo, a los papicultores de la sabana cundiboyacence, a montañas lejanas de tierras fértiles. Tus mejillas, tostadas por el sol, insinuaron la inutilidad de aquel sombrero. Tu diente ausente, bajo la expresión humilde y a la vez sinvergüenza, acentuaba la discordancia de un hombre del campo en una ciudad de maniquís.