Era 1945 y Tita se iba a casar. Tenía quince años y parecía más una niña que una señorita. El matrimonio se llevaría a cabo en una iglesia ubicada en el centro de Bogotá, en la séptima con 19, a las cinco de la mañana. La familia Urbina caminaba apresuradamente desde la casa ubicada en la carrera segunda para cumplir la importante cita: la novia, los padres, el único hermano y sus tres hermanas, entre ellas mi abuela, que iba cojeando con una pierna herida, porque se había caído. El novio, León, un hombre alto, fornido y de voz imponente, hacía honor a su nombre esperando impaciente la llegada de su prometida mientras se paseaba como una fiera encerrada de un lado al otro del altar. Cuando por fin llegó Tita, en lugar de un saludo le espetó una frase seca: pues si quiere no nos casamos. Finalmente, el cura Sotomayor calmó al novio y concretó a los prometidos. Efraín, el hermano del novio, usualmente cantaba en la iglesia; ese día no fue la excepción.
Salieron de la ceremonia rumbo a la casa, varias cuadras empinadas arriba de la séptima, en el barrio Belén, exactamente en la calle 5 bis # 2-78, en donde se celebraría la boda con un desayuno. Tocó invitar al alférez, amigo del novio, un hombre serio, pulcro y de aspecto bonachón. Vaya le habla, que está como querido, le dijeron las hermanas a mi abuela. ¡No!, va a creer que como soy la única que falta por casarse me lo quiero cuadrar, les respondió. Entonces la que se dirigió a hablarle fue Carmenza, la más simpática, la menos tímida, la más atrevida. Poco después ella invitó a mi abuela Lucila, (Aila, como ahora le decimos todos desde que traté de llamarla por su nombre cuando apenas balbuceaba) a que se uniera a la conversación. Sigue leyendo «Aila y Ajá»