Dime que no

A los diez años, una niña primorosa y que prometía ser una gran bailarina se presentó ante el director de una de las mejores academias del país. Nerviosa, hacía su debut, mientras poco a poco se iba soltando, dejando fluir por su sangre la música que le devolvía arte en sus movimientos. Al final de la presentación el director la rechazó, derrumbando el sueño de una pequeña con un futuro, hasta ese momento, bienaventurado. Años más tarde la niña, hecha ya una señorita trabajadora e independiente, tal vez una dependienta de un almacén o una profesora de kínder, asistió a un espectáculo del gran ballet al que ella, en la ilusión de su infancia, se presentó. Cuando se terminó la función, con su sensibilidad a flote, decidió acudir a donde el director, para felicitarlo.

–¿Se acuerda de mí? –le preguntó–. Fui aquella chiquilla talentosa que se presentó en el año 96 y bailó El Cascanueces, a quien usted rechazó.

–A todas les digo que no. Yo solo recuerdo a las que vuelven al siguiente año.

Esta historia trillada por los conferencistas motivacionales y por los libros de autoayuda insinúan que dar un no, no solo a veces es un favor, sino que es una respuesta temporal, una invitación a mejorar, a reintentar, a cambiar de fórmula o a reflexionar, nunca a darse por vencido, como le ocurrió a la chica de la historia.

Y, sin embargo, en la cotidianidad de nuestras vidas, poniéndonos del lado del director del ballet, nos cuesta trabajo decir que no. No sé si es porque nos han acostumbrado a quedar bien, o porque vivimos muertos de miedo a todo, por ejemplo, a ser juzgados por indolentes o por insensibles o por desconsiderados, o simplemente tememos no ser queridos. Decir que sí es una forma de garantizar el cariño de los demás.

Tal vez sea la razón por la cual rechazamos las invitaciones a punta de disculpas, siempre seguidas de un “es que”, en una imperante necesidad de explicar nuestros desaciertos. Lo que es peor, y que es muy colombiano, es que por evitar las negativas se acepte una cita y luego no se llegue, o se cancele a última hora, seguramente por teléfono, cuando no haya que poner la cara, o mejor, con un mensaje de texto en donde tampoco haya que poner la voz. Y siempre con una disculpa trágica. Este hábito se ha vuelto tan inherente a nuestra cultura, que aceptamos propuestas a sabiendas de que no podremos ir, pues simplemente es más cómodo cancelar después. Es poco común recibir un “no gracias”, sin explicaciones o con palabras sinceras tales como “no tengo ganas” o “prefiero quedarme en casa”. En nuestra idiosincrasia es común pronunciar frases que son solo de cajón, como “nos tenemos que ver” o “tienen que ir a la casa”, sin ninguna intención verdadera. En este juego de la cortesía mentirosa nos malacostumbramos a decir sí, queriendo decir que no y a decir no queriendo decir que sí, funcionando colectivamente en el mismo juego tácito de las imprecisiones.

Se vuelve un problema cuando compartimos con otras culturas, como le ocurrió a una amiga quien, solo por cortesía, invitó a su casa en Colombia a un holandés que conoció en Europa, y el muy atrevido aceptó, llegó de sorpresa a importunar su vida –que para colmo estaba dotada con novio a bordo– y, por ese motivo, debí socorrerla atendiendo a su invitado. O lo que me ocurrió a mi cuando con un “no, tranquilo, me da pena” esperé la acostumbrada insistencia de nuestra tierra colombiana, que nunca llegó.

Tal vez creemos que decirle no a otro es un rechazo, es un agravio, es hacerle un desplante y por eso nuestras negativas son blandas, inseguras, tartamudeadas. Pero, decir que sí con actos incoherentes que evidencian un no o, peor, tomar del pelo con respuestas inexactas es menospreciar al otro. Me ocurría de joven cuando no les definía nada a mis pobres pretendientes, craso error que la vida me ha explicado con vivencias que suceden ahora en vía contraria, por ejemplo, cuando mis clientes potenciales no pasan al teléfono o no definen la compra, tal vez pensando en que un no podría ofender, o entristecer, cerrar una puerta o desilusionar y yo lo que quiero es definir, como las bailarinas, qué hacer con la decisión que se me dé.  Porque no hay nada más desgastante que una respuesta a medias, o la falta de respuesta.

Creer que un no hará daño al receptor es subestimarlo, es castrarle su capacidad de compresión (aunque no siempre es inmediata). Es lo mismo que permanecer en una relación o no despedir a un trabajador por lástima y lo que hacemos es bloquear el flujo natural de sus vidas. Dar un no es confiar en que nuestra respuesta es la mejor posible, como un regalo: para mejorar, reintentar, reflexionar, buscar otros caminos o cambiar de estrategia, como lo incentivaba el director de ballet.

Decir un sin convencimiento es fomentar la mediocridad, hacerle daño a quien puede dar más, es darle la bienvenida a la resignación, es dar por sentado que la vida es estática o que solo existe un camino.

Como decía Ricardo Arjona –a quien le deben de haber dicho muchos nos (y él sigue insistiendo)–, en su mezcla de cursilería, mal español y sabiduría:

“Si me dices que no puede que te equivoques, yo me daré a la tarea que me digas que si”

“Dime que no, me tendrás pensando todo el día, planeando una estrategia para un sí”.

Entre otras cosas, al pobre deberían haberle dicho que no, que arreglara esa canción, pues pide un “no camuflageado” que evidenció la carencia de un diccionario y lo condenó a la mala estima de un público que salió espantado.

Porque, en conclusión, los Noes son la razón de crecer y prepararnos para saborear los Síes. (No «nos», ni «sis», pues contrario al cantante en mención, yo sí tengo diccionario)

8 respuestas a “Dime que no

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  1. Creo que no!!!

    Asi es que aprendí a responder. Algún día un amigo me enseñó que nos duelen los «noes»porque de niños nos los dicen muy seguido y nos hieren!
    Ya de adultos no sabemos decir «no» a otros adultos, porque pensamos que les va a doler igual que nos dolía a nosotros cuando eramos niños. Lo simpático es que les seguimos diciendo «no» a los niños «porque si y porque no». Y como me dice mi hijo «Mami: ‘porque no’ no es una respuesta».

    Asi que para no herir susceptibilidades aprendí a decir «Creo que no». Con eso no hago sentir mal a las otras personas cuando no quiero hacer algo.

    Un abrazo Caro! Amo tus blogs!

    Diana

  2. Como siempre, me encantó este escrito Carito, entre otras cosas por que por fin a mi edad aprendí a decir «no» y aunque me sienta mal en el momento ( por esa formación impartida en mi familia bajo la cual la última persona importante era yo y mis sentimientos) logro experimentar esa preciosa e invaluable sensación de liberación que no pude sentir muchas veces años atrás.
    Gracias por reafirmar la importancia de un «no».

  3. Reblogueó esto en Munay – La Fuerza del Corazóny comentado:
    Una manera amena de entrarle al tema grande de un par de declaraciones fundamentales para nosotros como seres humanos: «Sí» y «No». Cuánto se transforma nuestra vida cuando nos apropiamos del significado profundo de poder decir cualquiera de las dos cosas de manera genuina, auténtica y digna…

    Gracias Caro por tu reflexión!

  4. Caro!! Magnifica como siempre tu reflexión. Mi marido a muchas cosas me dice que no y con los años aprendí a no ofenderme, a entender que no siempre debe aceptar mis invitaciones solo por el hecho de hacer lo que yo quiera por que si soy esposa. No se trata de quererme o apoyarme sino de ser sincero cuando dice que si y cuando dice que no.

  5. Que buen artículo Carito, como todo lo que escribes. De verdad eres una filósofa nata. Me sentí plenamente identificada. Cuanto trabajo nos cuesta decir un «NO» Y muchas veces nos sobrecargamos, nos compromtemos mal por no quedar «Mal». Grave error. Yo aprendi muy tarde a decir un «No» y me cuesta mucho, pero lo hago porque me cargaba mucho no saber hacerlo. Eso si, busco la manera más educada y suave de decirlo, pero lo hago. Muy interesante tu artículo, como todos. Felicitaciones primita. Un abrazo
    Martha Meneses Urbina.

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