Borges y la higiene

Este fin de semana Mancho, mi hermano, me recordó el famoso poema erróneamente atribuido a Borges, “Instantes”, que consta de estrofas llenas de arrepentimientos que se traducen en consejos y aprendizajes. La conversación, poco seria y muy graciosa, giró en torno a una de sus frases: “sería menos higiénico”, idea que él inmediatamente tomó como bandera para justificar el no haber mencionado a su esposa que la arepa boyacense que le había llevado la mesera en sus manos desnudas había sido previamente contaminada con los billetes que recibió minutos antes.

Porque ser higiénico cuesta, como bien continuó explicando Mancho, cuando debió dejar de consumir los mejores perros calientes de Bogotá, que costaban solo mil pesos. Todo por la terca e insistente necesidad humana de curiosear, de mirar, de investigar, pues a él no le ha debido importar sino el producto final. Pero, el práctico proceso de abrir los panes con la larga y afilada uña del dedo gordo del empresario, no se sabe qué tan limpia, lo espantó.

Entonces recordé las generosas obleas que vendían a la salida de la universidad, a unos pocos pesos. Éramos felices cuando tomábamos el bus ejecutivo en las tardes saboreando nuestra oblea, hasta que vimos limpiar de manera muy práctica el cuchillo con que se esparcía el arequipe, con la mismísima lengua de quien las preparaba. También, contaba el “Gato”, exnovio de mi hermana, que su empleada doméstica alardeaba de la dicha que le producía amasar arepas, pues después le quedaban las uñas limpiecitas. El “Gato”, por remilgado, por higiénico, dejó de comer las arepas que Rosa le amasaba con cariño. A eso es a lo que creo que se refiere Borges, a las privaciones de las delicias y las magnificencias de la vida, a las que se someten los quisquillosos.

La higiene puede llevarnos a extremos en donde, sin haber confirmado una sospecha, llegamos a la desgracia misma. La imaginación, aliada de perversiones innecesarias, nos amarga hasta nuestros límites, como una esposa celosa cuando desconfía de un marido. Y entonces, mientras la señora se pregunta de dónde viene, con quién estaría, por qué le puso clave al celular o por qué contrató a esa mujer tan joven que ni experiencia debe tener; los higiénicos se preguntan si se lavaría las manos, si tiene gripa, dónde estaría guardado ese pan, si el mismo que cocina recibe el dinero y, si ese es el caso, si tiene unos guantes para recibirlo, si sí estarán bien lavados los cubiertos, o las naranjas, y con qué agua lo hicieron. Todas, preguntas obsesivas y dañinas para el buen vivir.

Inclusive, las infundadas obsesiones, tanto de los celosos como de los higiénicos, pueden inducir a sacar falsas conclusiones. Es el caso de la señora que, furibunda, pregunta al marido por qué tiene labial en el cuello de la camisa para luego tener que aceptar, con el rabo entre las piernas, la explicación de la mermelada que le untó al pan en el desayuno o, lo que me ocurrió hace algunos años, aceptar con vergüenza que el terrible pelo grueso que estaba en mi pechuga a la parrilla era producto de una brocha usada para aceitar y no de mis perversas suposiciones.

Además, se debe tener en cuenta que los gérmenes y las bacterias, en pequeñas dosis, como las vacunas, crean defensas. Bien lo pueden explicar los extranjeros quienes, no acostumbrados a nuestros bichos, se intoxican con una inofensiva morcilla del parque nacional.

Tal vez por eso pululan las cocinas improvisadas en las esquinas de Bogotá, por el gran mercado de los poco higiénicos que se benefician de los placeres de la calle, de las arepas de la 15 adobadas con esmog; las ensaladas de frutas saludables picadas por su propietario -que es el mismo que recibe el dinero y que quién sabe a dónde irá al baño-; el tinto del muchacho que anda en bicicleta; las empanadas de canasto que distribuye siempre una viejita caminante con un delantal no muy blanco; los pinchos de carne de quién sabe qué animal que se improvisan a la salida de los conciertos del Campín, de Jazz al Parque, o cuando las luces de navidad iluminan los árboles del parque de la 93 y las ollas y parrillas improvisadas decoran sus jardines. El patrón de todos estos microempresarios debe ser San Borges, no me cabe duda.

Cuanto más melindrosos, además, más se asciende en la escala social. Hacer cara de asco, ufanarse de un olfato selectivo más desarrollado (que entre otras cosas sí permite comerse un queso francés con olor a pecueca), resaltar que la comida popular no es de nuestro agrado o desprestigiar los corrientazos parece que da cierto estatus, claro está, a costa del bolsillo, del desarrollo natural de las defensas y, lo peor, de la libertad.

Yo hablo con la voz de la experiencia. Cuando mis hijos eran bebés la higiene se apoderó de mi serenidad y una ola de amargura invadió los fines de semana, días en que visitaba a mi suegra, muy querida ella, pero tenía dos perros grandes que les chupaban la boca a mis bebés, les lamían sus biberones y luego sus helados, después de haber paseado por la calle y haber olfateado traseros de otros perros en sus normales labores de reconocimiento. Cuando mis hijos gateaban sabía que después se iban a chupar sus manitas, que ya andaban llenas de pelos y que habían arrastrado donde los perros habían puesto sus descubiertos traseros. Además, mi tranquilidad se perturbaba porque debía estar alerta para que mis hijos no se fueran a comer el concentrado que tenían siempre servido en sus platos. En ese entonces usaba pañitos húmedos, de esos que contaminan el planeta, para estar limpiando y desinfectando todo. Uno de esos días, como un rayo celestial, me llegó una gran revelación, un mensaje divino que se resumía en las siguientes palabras: “deje tanta joda”. Sabia frase que, además, me ha servido en muchas otras situaciones de mi vida. Uno se imagina que los mensajes divinos o angelicales vienen de manera elegante, lírica, misteriosa o encriptada, pero descubrí que tampoco el lenguaje angelical es muy higiénico. Desde ese día desapareció mi sufrimiento, mis hijos convivieron con los perros y los pelos, entre todos compartieron lametazos, babas, helados y comida para perros y todos fuimos felices para siempre.

“Sería menos higiénico”…, dicen que dijo Borges, válida despreocupación en un mundo obsesionado con los gérmenes y las bacterias. Más limpios, sí, pero más amargados, cómo no. No sé si Borges se privó de los perros calientes o si se refería a otro tipo de remilgos. En todo caso, todos estos, definitivamente amargan la existencia.

13 comentarios sobre “Borges y la higiene

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  1. Hola Carolina. ¿Como estás? Sobre el presente escrito te felicito! Como siempre excelente…!. Me regalaste una sonrisa y un recuerdo muy bello de mi colegio y universidad, todos esos placeres de obleas, dulces y arepitas de la esquina cuando ya salíamos para nuestros hogares..! muy ricos todos. Me encanto. Un abrazo.

  2. Bogotá, Octubre 27 de 2017

    ​ Hola Carolina. ¿Como estás?

    Sobre el presente escrito te felicito! Como siempre excelente…!. Me regalaste una sonrisa y un recuerdo muy bello de mi colegio y universidad, todos esos placeres de obleas, dulces y arepitas de la esquina cuando ya salíamos para nuestros hogares..! muy ricos todos. Me encanto ​​ . 👏 ​ ​😂​

    Un abrazo.

    *[image: 🌻]GloriaE. *

    *»No basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla» – Eleanor Roosevelt *

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