Siempre me han gustado las matemáticas, aunque algunas veces me han costado trabajo. Sé que su utilidad es incuestionable y, además, obvia: nuestro cosmos, durante siglos, ha sido explicado por el hombre a través de las matemáticas. Y no solo eso, sino que ellas son ingrediente indispensable en la ingeniería, la física y la arquitectura, entre otras muchas disciplinas, con las que hemos podido modificar, enriquecer y moldear nuestro mundo inmediato.
Las matemáticas podrían tener también un uso más egoísta, como aquel de ejercitar nuestro cerebro o, también, divertir, aunque hoy en día parece algo cada vez más difícil si tenemos en cuenta que predominan otro tipo entretenciones mucho más frívolas. Tal vez por eso los grandes descubrimientos y razonamientos matemáticos fueron hechos en la antigüedad. Los griegos contemplaban durante horas las estrellas, las observaban noche a noche mientras, trazando surcos en la arena de la playa, relacionaban trayectorias, distancias, figuras geométricas y sacaban conclusiones reveladoras y, sobre todo, admirables si se tiene en cuenta que en esa época no conocían los números arábigos que hoy en día, hasta los más reacios a ellos, manejamos con naturalidad.
Sin embargo, más que el uso de los números, me pregunto acerca de su misterio, de su secreto, de su magia…
Lo más bello de las matemáticas es que todo, absolutamente todo, creo yo, puede explicarse a través de los números: ya la ciencia lo ha demostrado con la música, que obedece a reglas y frecuencias precisas, con los átomos, con los planetas, con las fuerzas y hasta con situaciones abstractas, imaginarias o hipotéticas que no se perciben en la realidad física. Otra cosa diferente es que los científicos no hayan completado la tarea. Tal vez, algún día, se pueda calcular o reglamentar la frecuencia y la amplitud de las ondas de los pensamientos, o de los sentimientos, medir la incidencia telepática entre dos personas, escalar numéricamente los grados de alegría, calcular las vibraciones emocionales de una sonrisa hasta que llega a carcajada, estimar la belleza de un atardecer o tener un índice de enamoramiento que se base en los latidos del corazón, el brillo de los ojos y otros cuantos parámetros, por supuesto, muy objetivos. ¿Por qué no?
Si nuestro mundo percibido está en 3D, en consecuencia, es medible, inevitablemente a través de los números. Al cuantificarlo, puede llegar a asombrarnos, pues a medida que escarbamos en sus relaciones matemáticas descubrimos bellas coincidencias. Ojalá que nuestras variadas ocupaciones nos permitan interesarnos en contemplar las sorpresas que pueden estar escondidas detrás de una simple forma física, por ejemplo, en la colmena de las abejas (figura geométrica óptima para el almacenamiento de miel) o en los días del año (la suma de los cuadrados de 10, 11 y 12 es 365). Y también, que nuestra sensibilidad se preste para deleitarnos –como lo hacemos con una pieza musical– con los misterios de los números, sus coincidencias, su lenguaje propio y con su perfección, cuya contemplación nos insinúa que algo tan exacto, tan puro, tan exactamente diseñado no puede ser fruto del azar sino de una inteligencia superior, como bien lo mencionan –o lo intuyen– varias teorías filosóficas en donde postulan a Dios como un gran matemático y concluyen que los números son su código divino.
Por ejemplo, en temas místicos, se usa representar a la divinidad con la circunferencia, sucesión infinita de puntos equidistantes de un mismo centro. Una de las muchas explicaciones simbólicas podría ser que un círculo, como Dios, no tiene principio ni fin. Es tan perfecto que, siempre que se divida el perímetro del círculo por su diámetro, cualquiera sea su tamaño, siempre dará π (pi), un número irracional, es decir, que no se puede expresar como una razón (o una fracción) y cuyos decimales son infinitos. Los griegos (sin calculadora ni números arábigos) se acercaron a dicha relación entre la longitud y el diámetro a través de una fracción: 22/7, número muy cercano a lo que hoy sabemos que es π (pi). Si Dios es la totalidad, o el círculo, el número 22 correspondería a las 22 letras del alfabeto, o en últimas al verbo, a la palabra, a la manifestación de Dios en el mundo físico a través del lenguaje. Se podría decir que las letras se derivan de la geometría y el lenguaje, de lo abstracto. El número 7 simboliza la perfección, también relacionado con los siete días de la creación.
Los números, pudorosos, poco evidentes, se esconden en todo, incluso en la literatura. Uno de los muchos ejemplos se encuentra en los relatos del antiguo libro “El hombre que calculaba”, de Malba Tahan, escrito en Bagdad, “a 19 lunas de Ramadan de 1321”. Beremís, un viajero que en aquellos tiempos pasaba por Bagdad, a través de su gran conocimiento matemático, logró solucionar problemas cotidianos de herencias, de justicia y de negocios. Los relatos, además de ser retos lógicos que aún persisten hoy en día y que hemos padecido desde que existe la civilización, son lindas historias bellamente expuestas que recrean las vicisitudes y costumbres de dicha época. Beremís, con sencillas y didácticas explicaciones, resuelve acertijos que a primera vista parecen complicados, demuestra la versatilidad de los números, destapa sus misterios y hasta soluciona problemas de amor. Es el caso de Hassan, amigo del calculador, quien debía contraer matrimonio con una mujer desconocida, Zaira, a quien no podía ver antes de la boda. El gran matemático, por medio de fórmulas, calculó la belleza de la joven, después de pedir dos simples medidas de su rostro: la distancia desde el tope de la frente hasta sus ojos y el largo de su cara. Concluyó que sus medidas eran perfectas, pues cumplían con la “divina proporción” o la división áurea. Así Hassan pudo aceptar la propuesta nupcial con tranquilidad.
Dicha proporción se puede encontrar no solo en los rostros bellos, sino en las grandes obras de arquitectura, en el cuerpo humano (por ejemplo, en la relación de las falanges con los dedos de la mano), en las obras de arte famosas, en la música y en la escultura.
La armonía del universo se expresa a través de los números y tiene un valor expresado por la letra griega φ (phi), de nuevo un número irracional, que tiene un valor aproximado de 1.6184. Una cifra que nunca llega a ser exacta, pues sus decimales son infinitos. La serie de Fibonacci, secuencia de números provenientes de sumar los dos números que preceden al que se forma como siguiente, está íntimamente ligada a φ, el número áureo. La serie mencionada comenzaría así: 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 44, etc. Si dividimos cualquier número de la serie, por el número anterior, dará un resultado muy cercano a φ. Por ejemplo, 8/5 = 1.6. Cuanto más grandes son los números que se dividen, el resultado estará más cercano al número áureo, por ejemplo, 233/144= 1.6180555. Pero dicho cociente nunca llegará a un número exacto, a un fin concreto, porque no lo hay. Se puede concluir que la perfección es infinitamente exacta o, tal vez, que el camino hacia la perfección es eterno.
Por otro lado, cualquier relación creada a partir de los números consecutivos de esta serie, brindarán la proporción áurea que dan forma a la belleza, como en el caso de Zaira. Las funciones de la naturaleza tales como el crecimiento de las plantas, el caparazón de un caracol o el patrón de semillas de un girasol están regidos por las secuencias numéricas de la serie de Fibonacci.
Este es uno de los muchos ejemplos de la divinidad de los números. Dios es matemático, o tal vez, la matemática misma, creador de la naturaleza y del universo, aquel que al ser escudriñado nos revela códigos, relaciones, figuras geométricas y números encriptados. También, aquel que al ser contemplado ilumina a los místicos e inspira a los poetas, quienes se expresan a través de la palabra, madre de las 22 letras del alfabeto. Así, números y letras se evidencian más dependientes que cuando nuestra razón tiende a juzgarlos como antagonistas.
Razón tenía Platón cuando decía que “Dios utiliza siempre procedimientos geométricos”, o Galileo Galilei cuando afirmaba que “las matemáticas son el lenguaje en el que Dios escribió el universo”. Solo nos queda escarbarlas, para seguirnos asombrando de los secretos escondidos. En mi caso, ya jugué algo con ellas (seguramente no lo suficiente), pero por ahora solo se me antojó escribir sobre su misterio.
Esta conexión «divina» que planteas con los número tiene una expresión material concreta y sorprendente en Srinivasa Ramanujan, un prolífico matemático no convencional descubierto en la época del imperio británico en la India de los 1900. Su proceso de producción intelectual, citan sus historiadores, estaba conducido por la intuición. Intuición que alimentaba con largas horas de oración a su diosa Namagiri. Este proceso de «descubrimiento» de las matemáticas, en contraposición a su «desarrollo» a través de un meticuloso paso a paso, fue más que cuestionado y condenado por los matemáticos ortodoxos de la época. Con el tiempo pocas obras de Ramanujan han fallado el escrutinio experto, lo que sorprende sobremanera debido a que para muchos si no todos los matemáticos tradicionales sería imposible proponer planteamientos de tal complejidad y con tal nivel de perfección simplemente por inspiración. Ramanujan es uno de esos casos donde la realidad supera por mucho a la ficción, permitiéndonos entrever que puede haber más de un camino para el conocimiento íntimo del universo.