Con el ánimo de no seguir teorizando sobre las desigualdades de este país y más bien hacer algo por él, mi esposo, junto con un grupo de amigos, decidieron acogerse al plan de donar y construir casas con la Fundación Techo.
Las primeras dos casas las construyeron hace casi seis meses, precisamente el día del padre, todo un fin de semana. Al final de aquel domingo yo parecía tener un trapo viejo en lugar de un padre de familia: un hombre totalmente exhausto, con sus manos ampolladas y sus músculos adoloridos. Además, llegó moralmente sorprendido de la historia familiar de quienes recibían la casa: una madre cabeza de familia, madre de una adolescente (ya hecha madre también) y de un muchacho sin futuro y, lo peor, sin ganas de forjarse alguno.
Esta vez, hace ocho días, quise participar activamente de la construcción de la casa. De nuevo, nos unimos varios amigos para aportar en cantidades iguales los recursos financieros necesarios para el emprendimiento, además de ofrecer nuestra mano de obra.
Llegamos a las 8 de la mañana a la sede de la fundación, en donde ya se encontraba una gran cantidad de gente uniformada con las camisetas de Techo. Cuatro grandes buses esperaban ser ocupados, estacionados ya en la calzada con sus motores en marcha. Había varios grupos conformados ya fuera por empresas, por familias o por un grupo de amigos. Otros cuantos voluntarios sueltos se fueron uniendo a los grupos, cada uno de los cuales era liderado por uno o dos jóvenes de la fundación. Cada grupo llevaba un pequeño mercado, dos bolsas de agua y algunos implementos de trabajo, como guantes y martillos.
Nos dirigimos hacia el sur de Bogotá, por la salida a Villavicencio. El recorrido avanzaba fluidamente, hasta que ingresamos a un barrio popular que se ubicaba en la falda de esas colinas que solemos divisar a lo lejos cuando salimos de paseo fuera de la ciudad, arrasadas por una especie de civilización improvisada. Tomamos una estrechísima calle que se inclinaba como una serpiente encantada, cuyo flujo vehicular era mínimo debido a los constantes encuentros de buses que iban y venían y no cabían en las curvas. Largas filas de transporte público (SITP) bajaban con los pocos trabajadores de horarios irregulares. El primer percance lo tuvimos cuando el estrellón de un bus con una volqueta se interpuso en la ruta. Luego de tomar una desviación, nos encontramos con un segundo contratiempo: un camión había atropellado a un perro, que había quedado vivo de la cintura hacia arriba, pero estaba completamente destrozado en sus patas inferiores. La escena era muy conmovedora y sus aullidos escalofriantes. Comentamos que a ese pobre perro era mejor matarlo, pero, ahora como que hay una ley que prohíbe el asesinato de mascotas. Uno de los voluntarios de nuestro bus descendió a acomodar al pobre animal en la parte trasera del camión, a pesar de sus desesperados aullidos, mientras un hombre corpulento y manchado de grasa, que parecía trabajar en un taller vecino, increpaba al conductor del camión por su descuido y un burro con dos baldes, uno a cada lado, bajaba por la calzada.
Por fin ascendimos hasta nuestro destino final, en donde nos organizamos por grupos, nos asignaron la familia que se beneficiaría de cada casa y nos entregaron las herramientas de trabajo: palas y “hoyeros”. A nosotros, un grupo de 10 personas, nos correspondió construirle la casa a Luz Dary, madre soltera de dos hijos, a quien seguimos hasta llegar al terreno. El diminuto lote lo había delimitado su padre, Don Miguel, un hombre viejo de escasos dientes y quien se había dedicado toda su vida a la construcción, con unas estacas de madera que marcaban los 6 metros de largo por 2 metros de ancho que mediría la vivienda. Al frente, se divisaba otra colina, invadida de ranchos ilegales que se conformaban de latas y plásticos verdes. En algún espacio abierto de aquel lugar se divisaba una congregación de niños que gritaban en coro bajo la animación de un recreador. Al fondo, en el vértice de las dos montañas, se encontraba una carretera amarillenta, enlodada por lluvias viejas y un riachuelo contaminado. El lote, ya delimitado, tenía las huellas de una casa vieja: palos torcidos y poco macizos cubiertos de láminas delgadísimas de madera y cartón pintado de blanco. Recién la habían destruido para lograr un mejor remplazo. El vecindario era muy similar: casitas enclenques improvisadas con latas, palos y láminas, implantadas en potreros de pasto rebelde ultrajado por el continuo descuido.
Una vecina de lote nos dio la bienvenida, conectó su grabadora en el exterior de su casita y y nos amenizó la jornada con música tropical. Su casa había sido construida por la fundación unos meses atrás. Sus paredes de madera regular tenían un lindo color verde pastel, de donde sobresalía una pequeña ventana. Poco después nos invitó a conocerla: dos alcobas pulcramente organizadas, cada una con dos camas dobles. En una dormían sus hijos, en la otra, ella y su esposo. Orgullosa, nos mostraba que había “viruteado” el piso, madera natural que ya se veía rojiza por su esmero y que decoraba con retazos de un tapete que algún día cubrió un extenso apartamento de alguna familia acomodada. Las paredes, también de madera, estaban decoradas con afiches y figurillas plásticas que parecían de juguete. Un televisor de pantalla plana se alzaba sobre una repisa de madera. Las casas que entrega la fundación deben ser complementadas, ya que estas no cuentan ni con baño ni con cocina, ni con las acometidas eléctricas o de acueducto. Así que la vecina, Johana, tenía un pequeño espacio contiguo hecho en latas, en donde ubicó la cocina, heredada de una remodelación de la casa en donde trabajó, que incluía un microondas (parte de pago de su liquidación como empleada del servicio doméstico) y un pequeño baño que solo incluía un inodoro y un lavamanos.
Carlos, uno de los líderes de nuestro grupo, comenzó la jornada explicándonos cómo trabajar. Primero nos hizo calentar y estirar nuestros músculos, luego nos advirtió no doblar la espalda y mantener las rodillas siempre en flexión y finalmente nos dio instrucciones para comenzar a formar la base de la casa. Debíamos, después de medir, hacer doce agujeros profundos (de más o menos metro y medio) en donde se insertarían los macizos pilotes de madera. Una vez instalados se debían rodear de piedras, las cuales debíamos picar con antelación, partiendo de unas más grandes que se encontraban dispersas sobre el pastizal. Todo nuestro grupo comenzó con gran entusiasmo, unos a abrir los huecos al principio blandos y luego rebeldes, otros a picar piedra. Al poco tiempo, a pesar de los guantes, ya se comenzaban a asomar las primeras llagas y nuestros cuerpos sedientos imploraban cualquier tipo de líquido.
Nuestro grupo lo conformábamos dos parejas de esposos, mi hija, otro amigo, dos mujeres jóvenes (una de las cuales era alemana y recién había aterrizado en Colombia el día anterior) y los dos líderes, uno de las cuales o más bien, una de las cuales, tenía solo quince años y llevaba un año colaborando con la fundación. Casi todos los voluntarios son muchachos jóvenes, de universidad, incluso hay varios que todavía están en el colegio, quienes cada ocho o quince días se dirigen a los barrios marginales a hacer trabajo social. Ellos nos están dando un gran ejemplo a los adultos, quienes a veces no pasamos de arreglar el país a punta de palabras inocuas o acaloradas discusiones bajo un vaso de whisky. Estereotipamos a los “milenials” y, aunque tal vez hay varios que se caracterizan por la apatía, la indiferencia o la irreverencia, hay muchos otros que tienen claras sus intenciones y cuentan con una determinación asombrosa que los más viejos envidiamos sin atrevernos a confesarlo.
La música de la vecina y el sol de la mañana amenizó la dura jornada que nos hizo valorar el trabajo de todos los obreros del mundo. El hormigueo de niños lejanos que se divisaba en la montaña de en frente comenzó a disolverse y poco tiempo después vimos llegar a unos pocos de ellos: los hijos de Johana y los futuros habitantes de la casa en construcción. Venían de una fiesta de Navidad, liderada por algún tipo de organización religiosa, que les entregó como regalo un pequeño librito de papel periódico con enseñanzas de Jesús. Carolai, una niña de diez años, y Anderson Alexis, su hermano de ocho, repetían con orgullo que ya pronto estarían viviendo en la casa que construíamos. Los acompañaba un gordito de cachetes tostados por el sol que decía ser su primo. Les tomé una foto y les di a cada uno un paquete de papas fritas y entonces se sentaron en el pasto, como unos grandes espectadores de cine, a observar cómo esta vez los ricos trabajaban para los pobres.
Poco después llegó una densa nube fría que borró la colina de enfrente y luego el panorama más cercano y trajo en su cola unas gotas gruesas de agua helada. Desempacamos los impermeables, pero el aguacero se hizo tan fuerte que debimos parar de trabajar. Nos hacinamos en una casa vecina, en donde vivían los padres de Luz Dary y quienes eran los encargados de cocinarnos el almuerzo con el mercado que habíamos entregado en la mañana, que incluía una bolsa de fríjoles. Sin embargo, decidieron ofrecernos un delicioso ajiaco con pollo, que hirvió en una olla gigante bajo la leña ardiente que se encontraba en las afueras de la casa bajo un toldo de plástico y que nos comimos con gusto, todos apretujados en la habitación de la anfitriona, incluyendo a los de otro grupo que levantaban una casa pocos metros después.
La casita parecía un zoológico. A la entrada, sobre el techo de lata de un diminuto antejardín en donde colgaban unas materas entremezcladas con ropa húmeda, descansaban varias palomas. Cerca al fogón exterior, donde hervía el ajiaco, caminaban unas pocas gallinas a las que se les auguraba un descanso eterno en aquella misma olla. Una vez se entraba a la casa, en el oscuro corredor, unos pericos se vislumbraban por las rejillas de la jaula. En la cocina, en donde luego Luz Dary y su madre sirvieron el ajiaco, las acompañaba un gato enclenque, mientras que en la habitación donde comíamos nos acompañaba un perro hambriento que esperaba ansioso algún sobrado. Unos comimos de pie, otros, sentados en la única cama de la casa, en donde descansaban también nuestros morrales bajo una cobija, para protegerlos de cualquier robo, “niños son niños, usted sabe”, me había dicho la dueña. La misma cama que usaba Luz Dary para dormir parte del día, pues trabaja de noche vendiendo las empanadas que ella misma cocinaba, en la salida de los burdeles del centro de Bogotá. La habitación contaba también con un mueble viejo cuyos cajones rebosaban de ropa desdoblada. Debajo del mueble se arrumaban martillos, palos y más trastos viejos. Las paredes de madera las decoraba una imagen del sagrado corazón, un afiche de un tierno muñeco con mensajes de amistad y otro en 3 D, de unos osos polares. A los tres niños los acomodaron en la otra habitación de la casa, que estaba llena de trastos viejos y herramientas, quienes se sentaron en el piso de tierra, común en toda la casa, ausente de cualquier tipo de baldosa.
Poco después de terminar el ajiaco decidimos salir a trabajar bajo la lluvia, ya menos intensa. Sin embargo, el panorama había cambiado completamente. Los hoyos estaban llenos de agua, la tierra era un lodazal resbaladizo que puso a varios con las nalgas embarradas y trabajar se hacía complicado, no solo por tener que hacerlo con un estorboso impermeable, sino porque el barro se quedaba pegado en las herramientas y caminar se volvía casi imposible con los pies hundidos entre el lodo.
A las cinco de la tarde terminamos la jornada con casi todos los huecos hechos, la piedra triturada y algunos pilotes fijados. De nuevo nos subimos a los buses y después de dos horas y media de trayecto llegamos a nuestra casa, entumecidos por el frío, con la ropa mojada, embarrados y cansados.
En la jornada del domingo se pondría el piso, el cual ya se encontraba pre ensamblado, las paredes y el techo de zinc. Ese día mi hija y yo no fuimos, a pesar de nuestras ganas intactas para seguir colaborando. Solo fue John, quien llegó ampollado, magullado, cansado, adolorido, embarrado, mojado, pero, igual que todos los que colaboramos, con la satisfacción de poder contribuir a que una de las muchas familias pobres de Bogotá tuvieran una casa.
Carolina felicitaciones por tan linda labor y por inculcarle a Silvia el servicio a la comunidad menos favorecida que tanta falta hace en este país
Gran trabajo Sra. Carolina, muy buen ejemplo y gran experiencia de vida.
Excelente obra Carito!! describes perfectamente las escenas que uno se siente ahí presente. Que grupo tan altruista, los felicito. Quedé triste por la suerte del pobre animalito. Que Dios los bendiga por tan linda obra, y ojalá sean emulados por más personas pudientes. Un abrazo