Hace unos pocos meses, en vacaciones, me encontraba alistando a mis dos hijos para que viajaran con mi suegra a los Estados Unidos. Serían mis quince días de vacaciones para descansar de ser mamá. Podría ir a cine a la hora que se me diera la gana, escribir sin interrupciones, dejar de subyugar mis intereses y prioridades a las de ellos, dejar de preocuparme por verlos hipnotizados ante un televisor y sentirme culpable por eso o, por el contrario, dejar de tratar de ser buena madre y jugar con desgano. Ni siquiera tendría que buscarles planes costosos para alejarlos del tedio prematuro del que algunos adultos sufren cuando huyen de sí mismos o no les gusta leer.
Se quedarían donde mi cuñado y, con su casa como base, harían un breve campamento de verano. La noche anterior todo estaba listo: las maletas armadas con su peso autorizado, los pasaportes, el permiso de salida de los padres, unos detalles para mi cuñado y su esposa, etc. Como el vuelo era a las 6 de la mañana, el despertador debía sonar a las 3 de la madrugada. Sin embargo, León abrió los ojos un poco antes de que sonara la usualmente escandalosa alarma, ardido en fiebre. Además, tenía una tos de perro, producto de una gripa mal cuidada.
Pensar en que no se fuera no solo me aterraba a mí -pues se irían por la borda mis quince días de libertad- sino a mi hija, a quien le parecía terrible el viaje sin su hermano. Además, ya todo estaba organizado: el permiso de salida, el tiquete, el campamento, etc.
Por tal motivo, decidimos ponerle una acolchada chaqueta con capucha, una bufanda, le embutimos un dolex y nos dirigimos al aeropuerto. Por precaución, hicimos escala en una farmacia 24 horas para rogarle a una señorita que nos vendiera -sin fórmula- un antibiótico, pues en Estados Unidos la cosa hubiera sido diferente. Los gringos no quiebran sus reglas ante ruegos, ni ante la más conmovedora historia, ni ante la expresión de un rostro trágico, tres elementos que dieron resultado en Farmatodo.
Llegamos a la larga fila del aeropuerto y León casi no podía sostenerse de pie. Luego se complicó la situación cuando tuvo que ir a vomitar. La fila para registrarse parecía eterna y él insistía en que no quería viajar, mientras Silvia lloraba porque no quería irse sin su hermano. Mi suegra intentaba convencerlo de que viajara, pues de lo contrario “se iba a tirar el paseo”.
Cuando ya nos acercábamos al counter, yo, muy indecisa sobre lo que debía hacer, le pedí a Dios una señal. Tan pronto la señorita recibió los pasaportes, recibí una única pregunta que lo respondió todo: “¿la Visa del niño León dónde está?” No estaba o, mejor dicho, estaba en la casa, lejos, en el pasaporte viejo. Pero la terquedad de no creer en la ayuda divina que pedimos me hizo insistir en buscarle una solución a mi olvido. Fue imposible. Ya no alcanzaba a ir a casa por la visa. La señal fue tan evidente que no la vimos y, por el contrario, mi esposo estaba bravo, mi suegra, desilusionada, mi hija lloraba, León también (porque ya se había animado a ir) y yo me culpaba. Nos despedimos en inmigración con cara de tragedia, y le prometí a mi hija que, como fuera, le mandaría a León.
Como “no hay mal que por bien no venga”, ese mismo día me dediqué a que León se recuperara. Llamé a una fabulosa terapista respiratoria que lo descongestionó y evitó la toma de antibióticos. Su fiebre desapareció y pudo estar en casa tranquilo, mimado por su madre resignada. El siguiente paso fue buscar cómo mandarlo y convencerlo de que viajara solo.
Como siempre, hubo ganancias. León se recuperó rápidamente y pudo disfrutar de su paseo tranquilo. Además, venció el miedo a viajar solo (yo también vencí el mío). Y aunque me culpé por no haber sido más previsiva, luego comprendí que el que había sido previsivo fue El De Arriba. Además, eso de quitarse las culpas y echárselas a Otro me ha parecido fantástico.
GRACIAS CAROLINA POR RECORDARNOS LA IMPORTANCIA DE LO QUE PARECE INVISIBLE A LOS OJOS.
Huyyyyyyyyyy Carito, que estrés tan terrible! y cuando a uno le pasa algo parecido cree que es al único en el mundo que le están pasando las cosas. Opino que estaba de Dios que León no viajara. En el vuelo, por la altura se le hubiera podido complicar el tema. Esto de la visa, no es casualidad, es causalidad, y el autor, solo Dios!!!! que bueno que tuvo final feliz. Te sigo leyendo siempre. Un abrazo
Muy lindo tu escrito, además que es muy real…felicidades