No hay más austeridad que la que lleva un estudiante (en una gran mayoría de casos, aunque ahora veo un poco de muchachos que gastan más que cualquier asalariado). Peor, si se es estudiante latino en un país desarrollado.
Con gran esfuerzo por parte de mi papá, interrumpí un semestre de universidad para ir a Inglaterra, a estudiar inglés (los presumidos dirían “a perfeccionar el inglés”). Tuve la fortuna de ser recibida en casa de mi prima Myriam y de hacer uno que otro trabajo esporádico cuidando niños o planchando, cosas que nunca había hecho (aparte de aguantarme a los primos pequeños o planchar los pañuelos de mi papá, cuando se me ocurría ayudarle a la empleada de la casa). Planchaba tan mal, que duraba haciéndolo el doble del tiempo por el que me pagaban. Allá, la práctica del arte de planchar fue poca, insuficiente para escalar en los talentos necesarios para descrestar a un futuro esposo.
(Años más tarde, cuando John y yo éramos novios, le salió un viaje inmediato y urgente de trabajo, por lo que, para ganar puntos, me ofrecí a plancharle sus camisas mientras él alistaba todo lo demás. Era la oportunidad de mi vida para demostrarle que ya estaba lista para un matrimonio. Entonces, por miedo a quemar sus camisas, calenté la plancha a la mínima temperatura. Mientras acomodaba la camisa, ponía ese intimidante aparato en una base plástica, que luego se fue derritiendo. Una vez él se bañó, se afeitó, alistó maleta y bajó a mi encuentro para recibir sus camisas encontró que yo solo había avanzado en una manga. Me miró aterrado por mi ineficiencia y en dos minutos terminó el trabajo, mientras yo me sentía poca cosa. Unos días después me reclamó haber dañado la ropa de su hermano quien, cuando fue a planchar, descubrió que una masa plástica se había pegado a la plancha y luego a sus finas camisas. Definitivamente, si se casaba conmigo no iba a ser por mis cualidades de ama de casa…)
Cuando salía, con los muchos pesos que se convertían en pocas libras esterlinas, a duras penas me alcanzaba para darme gusto con una cerveza en un pub, un pedazo de pizza, un sándwich o una hamburguesa del MacDonalds. Hasta que, en mi salón de clases, conocí a un árabe, quien comenzó a invitarme a almorzar: un día fue paella en un impagable restaurante español, otro día comimos tacos mexicanos en un sofisticado restaurante, y otro, una fantástica comida hindú. ¡Adiós sándwiches! No recuerdo sobre qué hablábamos, tal vez era él quien conversaba mientras yo, concentrada, degustaba con entusiasmo los deliciosos platos de los restaurantes extranjeros en un país insípido.
Poco después comencé a escuchar historias cercanas sobre los hombres árabes: uno que obsesivamente perseguía a una amiga española, otro, que le había pegado a una danesa, otro, que se había casado con una latina y, cuando la llevó a su país, la sometió a las normas restrictivas de su cultura.
A la cuarta invitación y mientras caminábamos de salida de clase, mi paladar salivaba pensando cuál sería el próximo manjar. Él me dijo que sería una sorpresa. Ya unas cuadras más adelante soltó la bomba: esta vez sería en su casa. Iba a cocinar para mí. Presentí que había llegado la hora de pagar las invitaciones y me reproché no haber sospechado que en esta vida nada es gratis, pero ya era tarde para rechazar su propuesta. Cuando llegamos a su casa, afortunadamente se dispuso a cocinar, mientras que yo pensaba cómo escaparme de esa situación. No me gustaba ese hombre árabe. Nunca me había gustado. Yo solo quería practicar inglés, conocer gente diferente y probar platos exquisitos en costosos restaurantes. Además, después de todos esos cuentos aterradores, tenía temor a que yo pasara a formar parte de ese repertorio. Tenía miedo de convertirme en un objeto o una posesión, como lo son las mujeres de su cultura. Si en su país veía a todas las mujeres tapadas – literalmente – hasta la coronilla, suficiente sería mi atrevida cara descubierta para entusiasmarse. A sus ojos, debía de parecerle muy sensual una mujer bajo una inflada chaqueta de invierno…Comí. Sin gusto. No sé si sus preparaciones eran sabrosas, ni recuerdo qué cocinó, solo tengo memoria de que se me ocurrió indagarlo acerca de sus creencias. Me recalcó que él era musulmán, pero no practicante. Que se había occidentalizado mucho y que veía a las mujeres como sus iguales. Eso me tranquilizó, a pesar de haberlo visto un tiempo antes revolcándose de hambre el día del Ramadán y ser perseguido, unos cuantos pasos atrás, por unos ojos asomados desde una burka.
Cuando ya se había terminado el almuerzo (igual que la conversación), imploré a Dios que me sacara de esa casa. Fue cuando Él escuchó mi súplica y apareció en persona a través de la puerta: sonó el timbre y yo, muy acomedida, procedí a abrir. Eran dos señoras robustas chapadas a la antigua, de mal gusto en el vestir, envueltas de su cintura para abajo con unos faldones largos. Cargaban una Biblia y una revista de propaganda. Creo que nunca antes en su vida habían percibido tanta alegría en un recibimiento. Quizás era la primera vez que las hacían seguir a una casa… (Tal vez luego fueron destacadas en su congregación como ejemplo por lograr ser bien recibidas por un pagano). Les sugerí sentarse en el sofá de la sala y, mientras el hombre árabe se disponía resignadamente a atenderlas, yo, con una sonrisa de triunfo, anhelando la comida chatarra, me despedí. Jugada maestra la de ese Dios – Testigo de Jehová – que cuida a sus doncellas.
No sé si exageré en mi imaginación o simplemente seguí mi intuición. ¿Lecciones? Muchas…Concluí que amo la gastronomía, pero mucho más la libertad que ofrece la negación a cualquier compromiso moral.
Hola!
Jajajajajajjjajajjajja, bueno lo importante es que durante algunos días no tuviste que pagar la cuenta.
Un Abrazoooooooooo
Como todos tus cuentos y relatos estupendo!!! Relatas los hechos con tanta gracia que es como si uno estuviera viendo una película!! Que bueno que las señoras Testigo de Jehová te liberaron del compromiso. Muy bueno Carolina, me reí mucho. Un abrazo grande.
Que relato tan chévere. Eres muy original..muchos éxitos.