Qué será de ti…

Tu ruana desteñida, tus pantalones de dril barato y tu sombrero de ala corta no eran afines con la ciudad agitada de edificios altos y vehículos modernos, en donde yo me encontraba caminando un domingo soleado junto a mi familia. Te vi, sin indiferencia y ya con detenimiento, cuando, con un aire de ingenuidad, nos preguntaste dónde podías tomar un bus hacia tu vereda. Uy, está muy lejos, varias manzanas más abajo, te respondí. Tu acento me recordaba al campo, a los papicultores de la sabana cundiboyacence, a montañas lejanas de tierras fértiles. Tus mejillas, tostadas por el sol, insinuaron la inutilidad de aquel sombrero. Tu diente ausente, bajo la expresión humilde y a la vez sinvergüenza, acentuaba la discordancia de un hombre del campo en una ciudad de maniquís.

Nos preguntaste cuánto costaría un pasaje hasta Supatá. No supimos responder. Tampoco cuando nos preguntaste dónde tomar el transporte, ni si sería una jornada directa. Luego afirmaste que, en lo que te quedaba de vida, no volverías a Bogotá, una cuidad agobiante, indiferente, aterradora. Nos confiaste que estabas perdido, sin dinero y sin negocios. Te aventuraste a venir a negociar unos cabritos, que entregaste en el terminal de transporte y que muy bien te pagaron. Luego, mientas merodeabas entre la gente que transitaba de prisa, alguien te sacó los billetes del bolsillo, sin que si quiera tú lo notaras. Cuando lo cuentas, tu garganta pasa saliva, su recorrido se refleja cuando tu manzana de Adán se contrae. En tus ojos brillantes se adivina la ingenuidad traicionada de un hombre de corto mundo. “Yo no vuelvo puaquí por Bogotá”, repetías.

Los cabros te los pagaron muy bien, valen más en la ciudad que en el pueblo cercano a tu parcela. Doscientos mil pesos te dieron por ellos, que se esfumaron como el humo en el viento.

Del terminal de transporte, desconsolado, con las monedas que te quedaban en el bolsillo, tomaste un bus cualquiera que te trajo a las cercanías de mi casa, en donde te encontramos tratando de buscar una salida de este laberinto de cemento para volver a donde perteneces. Los hombres ingenuos no engranan en ciudades abrumadoras como ésta, pensé. Te indicamos el camino: debe caminar unas diez manzanas, buscar la estación de Transmilenio, dirigirse al portal del norte y, allí, tomar el bus hacia su pueblo, si hay uno directo. Si no lo hay, allá vuelva y pregunte, te dijimos. Te dimos 40 mil pesos y te deseamos mucha suerte. Tu rostro mostró alivio y tus ojos brillaron de felicidad. Nos diste toda tu confianza para ir a visitarte: pueblo Supatá, vereda del Carmen, pregunta por Hermenegildo Sáchica. ”Puallá los espero”, nos dijiste, mientras nos mostrabas tu cédula, en donde se podía verificar lo que afirmabas. Te seguimos con la mirada, mientras comprobábamos que tomabas la dirección correcta. Luego, con la sensación de haber cumplido con el deber de un corazón compasivo, continuamos nuestro camino.

Pocos pasos más adelante, mi esposo y yo nos preguntamos si, dentro de las estafas de esta ciudad, cada vez más sofisticadas, se te podría incluir dentro de los impostores y embusteros que cuentan historias increíbles para extraer de los transeúntes unos cuantos pesos. Como ha ocurrido con el repetitivo caso del hombre de las ensaladas de frutas que, todos los días y en lugares diferentes, se tropieza en medio de la calle, se le caen sus vasos y comienza a llorar desconsolado. Nunca recoge nada, solo llora hasta que un alma caritativa le entrega un billete. O el caso de la mujer tipo indígena ecuatoriana, que siempre lleva colgado un niño pequeño en su ruana negra. Hace un tiempo me topé con una de ellas: me preguntó dónde quedaba el centro médico más cercano, pues – decía – su hijo ardía en fiebre. No tenía dinero por lo que, después de desearle suerte y darle las indicaciones pertinentes, le di 40 mil pesos, como a ti. Pocos días después la vi abordando a una pareja, a quienes les echaba el mismo cuento.

Parecías auténtico, y hoy me pregunto qué será de ti. Tal vez estarás criando cabros bajo el cielo azul mientras el viento gélido atraviesa el vacío de tus dientes ausentes y pasa por las montañas que se dibujan a lo lejos con retazos de diferentes verdes. Y en abril, estarás recogiendo papa con tu ruana parda y desteñida, mientras tus mejillas se siguen tostando por un sol intenso. Y el domingo, irás a una tienda cercana, a encontrarte con otras ruanas y coleccionar botellas vacías de cerveza mientras juegas tejo, legado intacto de varias generaciones de campesinos.

O tal vez estarás en un lugar estrecho, humilde y frío de esta ciudad, revisando tu libreto desgastado, fantaseando con una historia que no fue, mirándote al espejo mientras te acomodas tu sombrero viejo y te dices qué buen negocio es el engaño, qué fácil es despertar la compasión ajena en una ciudad de desgracias y mentiras. Luego, tal vez, mirarás a tus hijos mientras se toman un caldo de abundante papa y escasa carne y caerás en cuenta de agradecer el pan de cada día, fruto de tu trabajo como actor callejero.

Un comentario sobre “Qué será de ti…

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  1. Realidad triste y amarga la q nos planteas y q hace q se dude de una buena acción al comprobar a diario como algunos se aprovechan de los buenos sentimientos q aún quedan en una ciudad fría y cada vez más indiferente. Gracias por compartir tus escritos q cada vez me gustan más .Un saludo Ariel

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